Fox está perdido si no retoma la ofensiva.

Lorenzo Meyer
Lo que Está en Juego.- El primer año de Vicente Fox al frente del gobierno mexicano no resultó un desastre aunque se acercó a su definición: evento repentino que provoca un gran daño, pérdida y sufrimiento. Prolongar por cinco años más estos últimos doce meses de pasmo es una perspectiva inaceptable. Sí el presidente no cambia de manera sustantiva el estilo y contenido de su política, su gobierno pasará a la historia como un eslabón más en la cadena mexicana de oportunidades perdidas.
Un buen número de ciudadanos no votaron por Vicente Fox el 2 de julio del 2000 (57.5%), pero una vez que la mayoría relativa (42.5%) le dio el triunfo, el ex gobernador de Guanajuato ganó el honor de ser el primer presidente de un régimen nuevo y que, en principio, debía ser la negación del anterior, el del monopolio político de 71 años. A juzgar por el contenido de su discurso cuando era candidato opositor –un discurso simple, lleno de promesas y desbordante de optimismo— y por sus acciones ya en el poder, Vicente Fox no tenía una idea realista de las enormes dificultades que le esperaban, y quizá por ello la tarea le está resultando cuesta arriba. Sin embargo, no tiene derecho a no estar a la altura de una responsabilidad que él buscó con singular empeño. Si el presidente fallase significaría malograr no sólo su proyecto personal y de grupo, que es lo de menos, sino la etapa inicial y crucial de la implantación de la democracia en México.
El Problema.- Los aniversarios llevan la mirada al pasado y a su evaluación. El primer año del gobierno del presidente Fox es también el primero de un régimen político surgido de un ejercicio democrático sin precedentes en México –elecciones competidas y en condiciones de relativa equidad— y por eso es un momento obligado para reflexionar a fondo sobre logros, fracasos y posibilidades.
Un año es poco tiempo para juzgar a un gobierno de seis, pero resulta que Lázaro Cárdenas en su primer año de gobierno (1935) ya había eliminado el mayor obstáculo para el cambio –al general Calles— y se había lanzado de lleno a la mayor reforma social de nuestro siglo XX; a los dos meses de su primer año (1989) Carlos Salinas ya había mostrado la psicopatología del que busca el poder absoluto al deshacerse con saña de quien no lo apoyó –el líder petrolero Hernández Galicia— plantándole armas y poniendo frente a su casa el cadáver de un agente del Ministerio Público traído desde otro estado.
Sin negar lo provisional de evaluar un sexenio apenas en sus inicios, se puede concluir que hasta hoy el mejor momento del foxismo no se encuentra en su labor constructiva sino en la anterior, en la de demoledor. En efecto, Fox resultó un excelente destructor de lo que aún quedaba de legitimidad del autoritarismo priísta. Pudo movilizar el “voto útil” –el que hoy ya se perdió— y superar así las defensas del priísmo duro y abrir las puertas a la democracia política. Nada de lo que ha hecho después Fox ha podido asemejarse, ni de lejos, a su efectividad como destructor del autoritarismo. Y ese es hoy el gran problema, pues el foxismo no está sabiendo consolidar una democracia tan difícilmente ganada por los mexicanos.
El desencanto ciudadano cuando la oposición a la que apoyó se vuelve gobierno es algo casi inevitable, y se ha dado en todos los casos en que las grandes expectativas levantadas durante el período de lucha por la democracia –en mucho, fantasías— no pudieron cumplirse a cabalidad. Y ese fue el caso lo mismo en España que en Polonia, en Rusia que en Chile; una vez que los desprestigiados líderes antidemocráticos fueron remplazados por los democráticos, la dureza de la realidad económica y social invariablemente limitó los alcances del cambio y generó desilusión. En México, de seguir creciendo ese desencanto, puede dejar al gobierno sin la base social suficiente para construir las bases culturales e institucionales que demanda la nueva tarea histórica: la consolidación de la democracia.
Una Teoría Realista.- Un punto de partida para comprender la naturaleza del arranque del gobierno de Vicente Fox, y que permite justipreciar las enormes dificultades a las que se enfrenta y seguirá enfrentándose el grupo en el poder, lo proporciona El príncipe, la obra más famosa del político y pensador florentino, Nicolás Maquiavelo (1469-1527) publicada en 1532. En el capítulo 6, sección 17 de esa pequeño pero sustantivo trabajo, Maquiavelo señala: “Nada es más difícil de administrar, ninguna empresa es más arriesgada y de éxito más dudoso que la de procurar introducir un nuevo orden [político]. Quien lo intente, tendrá como enemigos a todas las personas que se beneficiaban del antiguo orden y en aquellos que se piensan beneficiar del nuevo cambio sólo encontrará defensores tibios”. Es justamente por la enorme dificultad a la que se enfrenta aquel que decide introducir un nuevo orden político --donde los oponentes son claros pero los aliados no--, que el teórico y político italiano advierte que esa decisión obliga a quien lo intente a supeditar todo, incluso sus principios morales, a las exigencias de la empresa. Según Maquiavelo, en esas circunstancias --que son las extremas de la política--, la única ciencia que realmente es indispensable al “príncipe nuevo” y a la que debe dedicar toda su atención, inteligencia y energía, no es la de la negociación, la jurídica o la económica sino la de la guerra (capítulo 14, sección 42). Y el florentino se refería a la guerra en sentido estricto: la lucha armada contra el enemigo externo --algo muy propio de la circunstancias de la Italia dividida del siglo XVI, constantemente a merced de los estados fuertes— pero sobre todo a su equivalente interno: a la lucha sin cuartel contra los rivales, según lo permitan la época y las circunstancias. Desde esta perspectiva de realismo descarnado, la relación entre los actores políticos en una sociedad trastocada por la introducción de un orden o régimen inédito –como es hoy el caso de la democracia en México--, puede llegar a ser el equivalente a una guerra. Y sí el innovador falla en su empresa, generalmente quien pierde no es sólo el “príncipe nuevo” sino la sociedad en conjunto.
Es obvio que ni por su personalidad ni por las circunstancias internas y externas en las que tiene que actuar –el respeto a la letra y al espíritu de la legalidad y a los principios de la comunidad internacional--, el presidente Fox puede seguir las brutales recomendaciones que el florentino dio en su tiempo al “príncipe nuevo” –Lorenzo de Medici-- para ejercer el poder con efectividad: engañar, sobornar, violar la ley, traicionar o asesinar en nombre de la “razón de Estado”. Sin embargo, los magros resultados del primer año del sexenio y las consecuencias tan negativas que puede tener para México la prolongación de un empantanamiento que impide avanzar en la construcción de la nueva institucionalidad, deben llevar al presidente a considerar la conveniencia de introducir cambios de fondo en el estilo y el contenido de su gobierno. No tiene sentido intentar complacer a todos para minimizar el conflicto, pues la esencia de ese tipo de cambio es el conflicto; además, los adversarios –incluyendo a los que tiene dentro de su propio partido--- hace tiempo que leyeron a Maquiavelo y lo aplican a diario.
Una Cadena de Fracasos.- A estas alturas, el Fox a la ofensiva tanto contra la antidemocracia priísta como contra los colaboracionistas que el PRI tiene en el PAN, ha cedido su lugar a un Fox indeciso, titubeante, que pareciera haber perdido el norte y encontrarse a la defensiva frente a unos remanentes del antiguo régimen ¡que en vez de estar rindiéndonos cuentas se las están exigiendo al presidente!
En su defensa, el presidente puede enumerar lo que él considera son logros importantes de su primer año de gobierno (véase, por ejemplo, la entrevista que dio en su rancho San Cristóbal, en León, el 18 de noviembre): reconstrucción de la banca de desarrollo, creación de la Subsecretaría de la Mediana y Pequeña Industria, inicio del Programa Puebla-Panamá y de otro de construcción de 450 mil vivienda, arreglo del problema de los productores de azúcar, de piña y de café, baja inflación y peso fuerte, el inicio de la construcción de 26 plantas generadoras de electricidad, un programa de comunicación municipal por la internet, el Sistema Nacional de Becas, un programa para dotar con un millón de computadoras a las escuelas públicas y otro para medir su calidad, la creación de la Agencia Federal de Investigación, la reorganización de la Policía Federal Preventiva, la preservación y mejoría del sistema de salud pública, etcétera. Sin restar mérito a la lista anterior, y teniendo en cuenta que se hizo en medio de una crisis económica que vino de fuera, es claro que Vicente Fox no fue elegido simplemente para construir viviendas, crear nuevas subsecretarías, resolver el problema de la piña o repartir computadoras, sino para algo más importante: para hacer la gran política de la democracia.
El acuerdo de paz con los indígenas rebeldes de Chiapas era importante como símbolo hacia adentro y hacia afuera de la disposición del nuevo régimen a reconocer y enmendar una injusticia histórica y que el priísmo no hizo. Sin embargo, todo se vino a pique porque el PAN --que no es “el partido del presidente”--, y el PRI, volvieron a “concertar” en el Congreso y torpedearon un proceso político que el presidente y su secretario de Gobernación no supieron o quisieron cuidar en un congreso dominado por oligarquías partidistas reaccionarias.
La reforma fiscal ha sido una cadena interminable de humillaciones para un foxismo que no tiene el apoyo de su partido y que ha sido incapaz de saberla negociar con el PRI, el PRD y la opinión pública. Se trata de un proyecto sin duda regresivo pero que debe pensarse y defenderse como medida casi de emergencia, para inyectar recursos a un erario particularmente anémico –en todos los países modernos el fisco recibe una proporción que, en promedio, es doble o triple que en México— mientras se diseña y negocia otro definitivo, justo, que realmente haga pagar más a quien más tiene. Hoy Fox está en el callejón sin salida a donde él mismo se metió: no quiere luchar por algo sustantivo para no hacer enojar al PRI, cuyos votos en el congreso son necesarios para dar vida a la reforma fiscal, pero el PRI no se los da para mantenerle maniatado y desgastándose. Y los resultados de las elecciones locales del 2001 le dan la razón al PRI: María de las Heras proyectó esos resultados al 2003 y la consecuencia es que el PRI recibiría el 43% de los votos, el PRD el 21% y el PAN el 36% (Milenio, 23 de noviembre).
Y mientras espera, pasmado, desconcertado a que sus adversarios le acepten algún tipo de reforma fiscal, el foxismo no se anima siquiera a plantear la reforma del Estado y menos a exigir cuentas a los corruptos y a los responsables de las violaciones de los derechos humanos del pasado. Si el presidente no se decide a romper el nudo gordiano conque lo han atado sus adversarios, la recuperación del PRI seguirá siendo una función de la impotencia del foxismo.
A Situaciones Difíciles, Respuestas Drásticas.- Maquiavelo aconsejaba a su príncipe que, en situaciones difíciles, era preferible ser osado a ser prudente, pues al final, la “fortuna” tiende a premiar a los que se atreven (aunque la fortuna le falló a Fox en el único campo que ha sido atrevido: el de la política hacia Estados Unidos: cuando iba avanzando, el ataque terrorista a Nueva York y Washington cambió negativamente todo el tablero internacional).
Quizá, y subrayo quizá, la experiencia de este primer año lleve al presidente a replantear toda su visión política. Vicente Fox puede usar lo que le queda de legitimidad, y que las encuestas dicen que es bastante, para retomar la ofensiva y sacudirse el acoso de los intereses creados del viejo autoritarismo. Debería intentar movilizar a la sociedad en apoyo del cambio, negociar con los sectores sanos del congreso, y posiblemente cambiar a esa parte de su equipo que simplemente no funciona y que en vez de auxiliar al presidente lo usa como escudo para esconder su incapacidad o algo peor. Vicente Fox fue electo no para administrar el legado del pasado sino para encabezar el cambio institucional, única forma de arraigar la democracia y evitar el retorno del dinosaurio.

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