De charolas y vikingos: la disputa por el futuro.

El Estado como Violencia Ilegítima.- En el segundo decenio del siglo XX, el sociólogo alemán, Max Weber, definió al Estado por su medio específico: la coacción física institucionalizada. Desde esta perspectiva, el Estado se define como la organización o instituto político cuyo cuadro administrativo reclama con éxito el monopolio de la violencia legítima (Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 43-44). Sin embargo, en la realidad y con desafortunada frecuencia, el Estado también es fuente de otra violencia: la no legítima. Sobre esta última ya no tiene monopolio pues el campo lo comparte con la delincuencia aunque un Estado delincuente tiene una gran ventaja sobre el criminal común: que por ser juez y parte logra que la enorme mayoría de sus fechorías queden impunes. Justamente la institucionalización de la violencia ilegítima del Estado mexicano y de su impunidad en siglo XX, es el tema del último libro de Sergio Aguayo La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México (Grijalbo, 2001).
Desde luego que el crimen de Estado no es exclusivo de México sino un fenómeno muy generalizado. En realidad, en nuestro país el espionaje ilegal, la tortura y el asesinato de los enemigos del régimen no alcanzan, ni de lejos, los increíbles niveles de los totalitarismos o siquiera el de las muchas dictaduras que puntearon el siglo pasado latinoamericano, pero lo anterior no significa que la violencia no legítima hecha desde y en nombre del régimen, sea un asunto menor. Hoy, cuando acaba de tener lugar un impresionante esfuerzo por hacer del mexicano un régimen democrático, acaba de tener lugar el asesinato, largamente anunciado, de una abogada defensora de los derechos humanos: Digna Ochoa. Lo anterior deja en claro que en buena medida el futuro está siendo determinado por el resultado del choque entre las enormes y desafortunadas herencias de autoritarismo, ilegalidad y corrupción del pasado y los esfuerzos del presente por usar la democracia lograda el 2 de julio del 2000 para dar forma a un marco de legalidad efectiva que permita encausar la energía social por caminos institucionales y constructivos.
Para el individuo o la sociedad, el pasado representa una herencia que nunca desaparece por completo, pero la capacidad de esa herencia para determinar o influir en el futuro depende del presente, es decir, de lo que se haga en el aquí y ahora. Y justamente el libro que acaba de publicar Sergio Aguayo sobre los llamados servicios de inteligencia en México en el siglo XX –la policía política del régimen priísta--, es una muy oportuna advertencia: si no actuamos sin tardanza contra las inercias en este delicado campo, no le ganaremos el futuro a la ilegalidad.
A estas alturas aún no ha sido posible determinar si el asesinato de Digna Ochoa fue o no obra de elementos de alguna de las varias fuerzas de seguridad del Estado –todas ellas instituciones defectuosas que el pasado le entregó, como regalo envenenado, al nuevo régimen—, pero el simple hecho que desde un principio se haya planteado esa posibilidad, hace indispensable y urgente examinar a fondo el tema de la reestructuración de todos los aparatos de seguridad del Estado mexicano como parte del esfuerzo por construir eso que siempre hemos demandado pero que nunca hemos conseguido: el Estado de Derecho.
La charola –el peculiar título de la obra se refiere a la forma como popularmente se conocían las credenciales metálicas que portaron los agentes de la siniestra Dirección Federal de Seguridad y otras dependencias y que eran su licencia de impunidad--, nos presenta el mejor recuento del que hoy puede disponer un ciudadano interesado en conocer el desarrollo y naturaleza de uno de los órganos de violencia oficial y que le da contenido a la definición weberiana del Estado. Evidentemente el Estado no es solo violencia, pero desde su origen hasta el día de hoy, el uso de la fuerza le es consustancial pues lo que busca el poder político en última instancia es la imposición de la voluntad de unos sobre otros. Lo desafortunado en el caso mexicano, y ese es justamente el alegato de Aguayo --documentado con los propios archivos de los servicios de seguridad civiles que no se habían vuelto a abrir a un investigador desde que hace tres cuartos de siglo los consultara Ernest Gruening-- es que esa violencia supuestamente legítima ha resultado, en buena medida, ilegítima y hasta innecesaria. Y si bien el autor admite y subraya que en la última etapa del viejo régimen, la que va de 1985 al 2000, hubo un serio intento de reforma desde dentro y quizá el aparato civil de inteligencia ya ha superado algunas de sus fallas técnicas aún conserva las morales pues, entre otros asuntos, hasta el final se mantuvo como maquinaria al servicio de un partido –el PRI— sin importar que su obligación es única y exclusivamente con el gobierno.
En cualquier caso, el nuevo régimen, el que arranca de las elecciones del 2 de julio del 2000, está obligado política, legal y sobre todo moralmente, a revisar a fondo las estructuras heredadas y demostrar que, a diferencia de lo que ocurrió en el pasado, ahora ya se va respetar la legalidad y que el poder legislativo va a vigilar a los vigilantes para impedir que vuelvan a saltarse las trancas.
El trabajo elaborado por Sergio Aguayo se puede dividir para su análisis en tres partes, aunque en el texto mismo se entreveran con agilidad e imaginación. Se trata, en primer lugar, de la historia general de los servicios de inteligencia, luego de un estudio de caso: la lucha entre la DFS y un grupo de jóvenes de Guadalajara, los “Vikingos”, que evolucionaron de la rebeldía sin causa en el barrio de San Andrés, a la de la guerrilla en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Finalmente, está la parte normativa: el diagnóstico del actual Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y las recomendaciones sobre como se deben de controlar esos servicios de cara al futuro supuestamente democrático en el que México se embarcó desde el 2 de julio del año 2000.
La Historia.- La sociedad colonia siempre vivió vigilada; la Iglesia Católica y la burocracia virreinal tenían mil ojos para ver que se mantuviera el orden y la ortodoxia en una sociedad muy complicada. Tras la independencia, el nuevo Estado no tardó en desarrollar instrumentos de espionaje y control político; al inicio fueron bastante crudos pero ya en el Porfiriato se refinaron y funcionaron relativamente bien: la policía, el ejército, el cuerpo de rurales, los gobernadores y sobre todo, esa institución que desapareció en 1917: los jefes políticos; todos mantenían un flujo constante de información que permitía al presidente tomar las decisiones para mantener neutralizados y bajo control a sus partidarios y a sus enemigos. Apenas iniciado el nuevo régimen, Venustiano Carranza en 1918 le dio vida a un aparato de información y control de sus enemigos. Es esta última fecha el punto de arranque de la historia elaborada por Aguayo. Conviene aquí recordar que el autor, además de su carrera académica que le llevó a obtener el doctorado en la universidad de John Hopkins, ha desarrollado otra dentro de las instituciones de defensa de los derechos humanos. Es con esa doble mirada que observa y juzga la naturaleza de las agencias de información y represión del poder autoritario, responsables de algunas de las peores violaciones de los derechos de los gobernados.
El aparato de información e inteligencia del régimen del siglo XX estuvo ubicado, según el caso, en las estructuras de la presidencia o en las de la Secretaría de Gobernación. El objetivo de los “agentes de investigación” del Departamento Confidencial en los inicios del régimen, era obtener información política proveniente tanto de las filas de los opositores como de las propias, que con frecuencia solían albergar a los adversarios más peligrosos para el presidente y su grupo. Desde el inicio, y supongo que hasta la actualidad, la preocupación de la cabeza del régimen ha sido contar con información sobre las diversas fracciones dentro del propio aparato del gobierno y de su partido. Si en la práctica el enemigo principal del presidente ha estado dentro es al de fuera al que se ha reprimido sin contemplación.
En el inicio, la acción contra los opositores del gobierno –cristeros, agraristas, obreros radicales, comunistas, generales rebeldes, etc.-- estuvo básicamente a cargo del ejército. Sin embargo, con el paso del tiempo y aunque el ejército ha seguido siendo el brazo represor de última instancia –ahí están los casos de los ferrocarrileros en el 59, de los navistas potosinos de 1961, de los estudiantes del 68, de los guerrilleros de Guerrero en los setenta o de los rebeldes neozapatistas en Chiapas—, la represión más selectiva, individual o de pequeños grupos, quedó en buena medida a cargo de la policía política: la Dirección Federal de Seguridad.
Si las revoluciones bolchevique, china o cubana, por mencionar ejemplos conspicuos, crearon aparatos de seguridad muy profesionales y parte central de una política de terror, la revolución mexicana, quizá por ser sólo autoritaria y no totalitaria, creó un aparato de baja calidad profesional pero no ajeno al terror. Tan ínfima fue esa calidad y tanta su corrupción, que al final la tristemente célebre DFS no tuvo empacho en dejarse penetrar por el narcotráfico. Fueron los escándalos creados por la relación DFS-narcotraficantes –los asesinatos del periodista Manuel Buendía y del agente antidrogas norteamericano Enrique Camarena— los que llevaron al presidente Miguel de la Madrid a ordenar su disolución. Los sucesores –la Dirección de Investigaciones y Seguridad Nacional primero y el Cisen después— ya no tuvieron “licencia para matar”, perdieron “la charola” y hoy deben sólo investigar y espiar. Sin embargo, como heredero institucional de un pasado de ilegalidades, el Cisen aún tiene que rendir cuentas de ese pasado y demostrar que está sometido al marco jurídico democrático.
Los Vikingos.- Entre los muchos casos concretos con los que se puede ilustrar el modus operandi de los aparatos de seguridad del régimen del PRI, Aguayo eligió uno muy cercano a su biografía: el de los jóvenes pandilleros (y “algo más”) del barrio de San Andrés, en Guadalajara. Organizados autónomamente en los años sesenta del siglo pasado fueron rechazados por la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), cosa rara, pues las organizaciones del PRI siempre buscaban asimilar y no excluir. Sin embargo, su energía rebelde fue usada por los herederos de una de las familias caciquiles de Jalisco, la de José Guadalupe Zuno, en su pugna con otra similar: la de Margarito Ramírez. Así, los Vikingos fueron utilizados por los Zuno como ariete contra la FEG de los Ramírez, pero el gobierno federal intervino y obligó a los Zuno a abandonar su proyecto; los Vikingos, agentes de una causa que no era realmente propia, quedaron a merced de la venganza de la FEG y del gobierno. Fue entonces, en los setenta, que la izquierda les dio otra razón de ser y los transformó en guerrilleros. El final fue desastroso: muertos, desaparecidos, torturados, encarcelados, desilusionados y exiliados. Instrumento central de la acción del gobierno contra los Vikingos fue, obviamente, la DFS.
Lo Normativo.- Tras examinar la acción de los aparatos de seguridad del Estado mexicano en el siglo XX, Sergio Aguayo cierra con unas consideraciones encaminadas a evitar que se repitan los abusos y errores nacidos de un enorme desprecio de los gobernantes por los gobernados y el Estado de Derecho. La conclusión es fácil de resumir pero no de implementar: el Cisen debe de transformarse en un ente realmente profesional, leal al marco constitucional y no a partidos o personas. Por su parte, el gobierno debe controlar con decisión a todo su aparato represivo –policías y ejército-- pues burocracias como esas, si se les deja, crean intereses ajenos y contrarios al propio Estado y, desde luego a la sociedad.
El asesinato reciente de la señora Ochoa es un guante arrojado al rostro del nuevo régimen por los residuos del antiguo. El foxismo está obligado a resolver sin titubeos el caso y abrir los expedientes de los asesinatos políticos anteriores, de lo contrario no neutralizará la terrible herencia que le dejó el PRI y que La charola ha puesto sobre la mesa de la discusión académica, política y ética.

No hay comentarios: