La derecha democrática y la historia mexicana.

Lorenzo Meyer
La Epopeya es de Quien la Trabaja.- La historia no es el fuerte de Vicente Fox ni del foxismo, quizá por ello les falta definir su relación con el largo y complejo pasado del país que han empezado a gobernar. Es en la interpretación de ese proceso donde se encuentra una de las claves de su autodefinición política. Hasta hoy, la carencia de una visión coherente del pasado no parece haber sido algo que echen de menos quienes derrotaron al PRI en el 2000, ¡pues a los ganadores no se le ocurrió que su triunfo requería de una épica que fuera más allá de su propia biografía!. Sin embargo, todo partido que desee construir un proyecto de futuro legítimo y creíble, necesita insertarse históricamente en la sociedad de la que procede. Sir Winston Churchill sabía bien lo anterior, de ahí que él combinara magistralmente su papel de estadista con el de historiador –una de sus muchas obras, La segunda guerra mundial, le valió el premio Nobel de literatura (1953).
La epopeya o épica es la narrativa larga que celebra los episodios de la tradición heroica de un pueblo, y todo pueblo requiere de una. En México, ha sido la izquierda la que más profundamente se ha identificado con esa tradición; en contraste, la derecha es la que menos se ha inclinado por hacerlo. Por su parte, el viejo régimen priísta, diseñó todo un discurso histórico para explicar y justificar su monopolio del poder. La izquierda siempre combatió esa visión, pero aceptó su esencia. En contraste, la derecha no priísta --esa que no se ha identificado ni tolerado el populismo del PRI--, ni quiso ni pudo reconocer la epopeya dominante pero tampoco logró realmente construir una alternativa. Y hoy que nuestra “democracia real” esta encabezada por la derecha no priísta –mezcla de foxismo y panismo—, resulta que necesita y le falta una interpretación de la historia propia.
En México, la épica ha sido de quien la ha trabajado. Las filas de la izquierda nunca fueron numerosas, pero en ellas siempre han tenido importancia los intelectuales, es decir, los generadores de las ideas alrededor de las cuales se ha construido nuestra nacionalidad; es por eso que la izquierda logró desde hace tiempo identificar su causa con la epopeya mexicana, y un buen y reciente ejemplo de lo anterior es el neozapatismo chiapaneco. En efecto, desde el inicio el Ejército Zapatista de Liberación Nacional reivindicó para si no sólo la herencia de Emiliano Zapata y su movimiento suriano, sino la de todos los movimientos insurgentes que en México han sido.
Al discurso del autoritarismo priísta que dominó en México a lo largo del siglo XX le faltó honestidad pero le sobró voluntad y empeño para identificarse con los momentos heroicos del desarrollo político mexicano. Así, Carlos Salinas, que por un lado puso fin a la reforma agraria, por otro, no tuvo empacho en poner su firma al prólogo de un libro sobre el zapatismo original. Y ejemplos como ese, abundan.
A la Derecha se le Olvidó la Epica.- En contraste con el esfuerzo sistemático de las izquierdas y del PRI por hacer de ciertos eventos del pasado el centro de una historia popular heroica y libertaria, para luego ligarla a sus propios proyectos, a la democracia política inaugurada por el foxsimo le falta ese elemento de lo heroico. Y no se trata de un hecho menor, pues en el imaginario popular la epopeya es el alma o esencia de la nación.
En la democracia, la oposición puede usar todas las armas políticas permitidas para cumplir a cabalidad su papel de alternativa potencial. Esa en la esencia de la lucha partidista y motor del proceso político; se trata de poner sistemáticamente en tela de juicio no sólo la capacidad del oponente, sino, además, cuestionar su orientación ideológica y la base histórica y ética de sus principios.
En la coyuntura actual, los adversarios del presidente Vicente Fox no tienen mucho espacio de maniobra para poner en duda la legitimidad de su acceso al gobierno, pues las elecciones del 2 de julio del 2000 le llenaron sus alforjas de ese elemento esencial –el mandato expreso y directo de la ciudadanía-- como nunca antes se había visto en México. Pero justamente por lo anterior, la oposición ha concentrado su ataque al foxismo en el contraste de las promesas de campaña con los resultados, pero resulta que el grupo gobernante tiene otro Talón de Aquiles: le falta la dimensión histórica de su proyecto. La bancada priísta en el Congreso y más tarde el jefe de gobierno de la Ciudad de México subrayaron este hecho al reivindicar públicamente ante el presidente Fox a Benito Juárez.
En buena medida, el foxismo es una visión muy práctica, concreta e inmediata del mundo; es la propia de un equipo dominado por empresarios o administradores de empresas. Sin embargo, para sacar adelante una tarea tan compleja como es la de modificar positivamente las estructuras, inercias y culturas del largo pasado autoritario mexicano, el actual grupo en el gobierno necesita no sólo entregar resultados positivos –crecimiento económico, combate a la pobreza, seguridad, reforma del Estado, etcétera--, sino también elaborar una visión, un proyecto de futuro nacional pero que este ligado al pasado que han hecho suyo el grueso de los mexicanos. Se trata de una gran construcción ideológica y de una gran definición.
El buen desarrollo de todo proyecto político partidista requiere de elementos intangibles --el discurso, las ideas, las imágenes, los símbolos— que en el largo batallar pueden resultar tan importantes como los elementos “duros”: organización, militantes, recursos económicos o votos, por citar los más obvios. Ahora bien, en México como en cualquier otro país y época, la propaganda política de los partidos ha echado mano de la manipulación de la historia para crear una imagen positiva, moral y heroica, de sus orígenes y evolución. La meta es darle a su presente la máxima dimensión posible y hacer de sus políticas no meras decisiones de una persona, grupo o partido sino el cumplimiento de un destino, de ese que “el dedo de Dios escribió”.
La Epica del Viejo Régimen.- Para todo propósito práctico y desde 1940, el antiguo régimen priísta impuso una política de derecha, pero su discurso buscó negar el hecho y presentar a las diferentes administraciones PRI como las herederas naturales, lógicas, de todos los esfuerzos que a lo largo de la historia mexicana se han hecho para romper con las injusticias del pasado y dotar al país de un sistema de poder cuya finalidad era la construcción de una sociedad menos inicua. La oposición de izquierda casi siempre le negó –y le sigue negando-- al priísmo el derecho a reclamar para si la legitimidad que irradian los héroes más identificados con las causas populares, pero al final de cuentas los libros de texto escolares –una de las mejores vías de socialización en la cultura cívica que el poder considera apropiada— fueron elaborados por el gobierno y ahí se legitimó al sistema de poder existente con la sangre de unos mártires que la izquierda reclamaba como exclusivos.
La izquierda y los priístas se disputaron –y se siguen disputando— el derecho a ser vistos como los legítimos herederos de la esencia de la historia heroica mexicana, pero a la vez no tienen mucha dificultad en identificar cual es la esencia de esa historia, pero la derecha sí. En el origen esta el México indígena, las civilizaciones originales, que a una buena parte de la derecha le han parecido muy secundarias en su contribución al México de hoy frente a la civilización científica, cristiana en su variante católica, de los conquistadores españoles. En contraste, el nacionalismo de la Revolución Mexicana convertida ya en nuevo régimen, proclamó a lo indígena –más al pasado que al presente— como una esencia de lo mexicano tan importante como la europea y pocas veces mostró entusiasmo real por el hispanismo, aunque, en la práctica, lo anterior no impidió que el régimen siguiera marginando, humillando y explotando a lo que quedaba del México original o profundo. Hoy la izquierda, que ya dejo su obsesión por el proletariado, es la más entusiasta defensora de la autonomía indígena y la derecha priísta y panista sus enemigos más efectivos.
El autoritarismo oligárquico del Porfiriato tuvo dificultades en asimilar al movimiento de independencia de 1810 –un buen indicador fue la forma como organizó en 1910 el desfile histórico del Centenario, donde lo importante no fue el inicio rebelde sino la negociación de los contrarios que llevó a la consumación de la independencia—, pero para el autoritarismo populista del PRI ya no hubo ningún problema al respecto; incluso alguno de sus presidentes llegó a identificarse con Morelos, “el siervo de la Nación”. En realidad, a la derecha, tan identificada con el término “orden y respeto”, le debía quedar como anillo al dedo una gran empatía con un personaje como Félix María Calleja del Rey (1755-1823), militar español defensor efectivo, inteligente y arrojado del orden establecido frente al embate de las chusmas irrespetuosas y destructoras de los insurgentes, pero en la práctica ha preferido una tímida cercanía con un personaje menos contundente, con Agustín de Iturbide. Como sea, la derecha sigue teniendo problemas con la independencia.
El siglo XIX se resume tanto para el priísmo como para la izquierda en el culto a los “Niños Héroes”, en el repudio a Santa Anna y en la elevación de Juárez al centro del panteón de los héroes. Frente a la voluntad de hierro del caudillo oaxaqueño, indígena y liberal, por combatir a los conservadores y a los franceses, sus seguidores siguen dejando a un lado la discusión del tratado MacLane-Ocampo o la dureza juarista frente a las comunidades indígenas y sus propiedades. Lucas Alamán –el más brillante representante del conservadurismo del siglo XIX--, en su desesperación por encontrar salida al caos de su época, no dudó en unirse a Santa Anna, pero la derecha posterior ya no encuentra ningún atractivo en hacer suyo a ese veracruzano al que Enrique Krauze llamó “el seductor de la nación”; tampoco se identifica públicamente con Maximiliano, el Habsburgo liberal, ilustrado y soñador, que llegó de Austria para hacer de México una monarquía, fracasó y murió fusilado en Querétaro. Quizá Porfirio Díaz tiene muchos aspectos que son admirados por la derecha –desde luego su pasión por el orden y el respeto, su política económica, su capacidad para manejar al “México bronco”, etcétera--, pero una derecha democrática no puede aceptar públicamente ninguna identidad con el gran héroe nacionalista del 2 de abril que se convirtió en dictador.
El priísmo se sigue presentando como el heredero principal de todos los caudillos y soldados que hicieron la Revolución Mexicana, sin distinción. La izquierda hila mucho más fino y no revuelve a los revolucionarios, discrimina; de un lado pone a los radicales: los Flores Magón, Zapata, Villa o Cárdenas (no importa que originalmente fuera atacado por los comunistas) y del otro a los que frenaron a la revolución: Carranza, Obregón, Calles o Avila Camacho. Con Madero la izquierda tiene problemas, pero justamente por esa razón el foxismo es más receptivo frente al personaje, pues se identifica con su pasión por la democracia política aunque posiblemente no con su llamado a las armas y a la movilización de las “clases peligrosas” (Villa, Orozco, etcétera).
A la derecha le atraen los cristeros –ahí hay elementos para una épica— pero no los acepta abiertamente. La épica del PRI se detiene en 1940 en tanto la izquierda mantiene su apego a los movimientos de resistencia y rebeldía de la postrevolución: sindicales, campesinos, estudiantiles y guerrilleros. La derecha y el PRI, herederos del anticomunismo, no puede verlos con simpatía.
La Tarea.- Todos tenemos que revisar y revalorar el pasado a la luz de los actuales valores democráticos y la cercanía con Estados Unidos, pero quizá sea la derecha, en particular su ala democrática y hoy en el poder, la que tiene por delante la mayor de las tareas. En efecto, el grupo que hoy esta al frente del gobierno necesita elaborar un discurso y un proyecto de nación que vaya más allá de lo práctico e inmediato --crecimiento de la economía de mercado, el orden y el respeto— para abordar su liga con la historia larga de México.

Buena política y mal resultado.

Lorenzo Meyer
Frente a Estados Unidos.- En una ponencia presentada hace días en El Colegio de México, un colega, el profesor Humberto Garza Elizondo, sintetizó así la política exterior del presidente Fox y de su canciller: la mejor de las posibles, pero neutralizada por un entorno imposible. Desde esa perspectiva, después de Afganistán, México es el país que se ha visto más afectado en su interés nacional como resultado de los actos terroristas del 11 de septiembre en Estados Unidos.
Frente a Estados Unidos y desde antes de tomar formalmente la responsabilidad de gobierno, el foxismo se propuso no ser un mero administrador de las políticas heredadas sino tomar la iniciativa en la reformulación de la agenda bilateral y centrar la energía disponible en un aspecto clave: el de la migración de trabajadores mexicanos a Estados Unidos. No se trató, desde luego, de ninguna revolución o cambio de fondo, pero si de una modificación en un área en que las anteriores administraciones --las últimas del antiguo régimen-- no se atrevieron a tocar a pesar de que así lo exigía la propia definición del interés nacional. A diferencia de casi todo el resto de las áreas bajo su responsabilidad, el sello de los primeros diez meses de política exterior del foxismo, fue su activismo. Se trató de un activismo que de ninguna manera buscó chocar con Estados Unidos, sino que se propuso explotar posibilidades no intentadas en el pasado por falta de voluntad, imaginación o instrumentos. Desafortunadamente, eventos completamente ajenos a la voluntad y capacidad de control del gobierno mexicano, descarrilaron un proyecto de política activa y de largo plazo cuando apenas iniciaba su marcha. Actualmente, no es posible determinar hasta que punto y conque resultados se podrá volver a la idea original, pues ya pasó la oportunidad en que se podía usar la energía generada por el inicio de un nuevo régimen para conquistar rápidamente posiciones en el frente externo.
Un Punto de Partida con Dos Novedades.- Además de la geografía, la otra gran determinante de la relación básica de México con Estados Unidos –la dependencia económica--, ya no se comporta como una variable sino como una constante. A raíz de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) en 1994, la concentración del comercio exterior mexicano en Estados Unidos alcanza magnitudes superiores a las que se tuvieron durante la Segunda Guerra Mundial: 74 % de las importaciones y 90% de las exportaciones. En este campo de la dura realidad material, el nuevo gobierno ni quiso ni hubiera podido introducir cambios, y sólo ha reiterado la voluntad general de diversificar el comercio exterior de México y las fuentes de su financiamiento externo, pero sin señalar de manera precisa ni el como ni en qué medida.
Pese al poco margen de maniobra que tiene frente al gran vecino, Vicente Fox, incluso desde antes de asumir formalmente las riendas del gobierno, decidió emplear a fondo el único elemento realmente nuevo a su disposición y de orden estrictamente político, producto de la elección del 2 de julio del 2000: la nueva legitimidad democrática de su gobierno y del régimen. En efecto, la elección del final del siglo XX mexicano –su forma y resultado— significó el inicio de un inédito capítulo en el desarrollo político de país y el foxismo decidió explotar a fondo en el exterior, particularmente en Estados Unidos, los dividendos del “bono democrático”. Si el siglo que concluía se había desarrollado a la sombra de la Revolución Mexicana, el que se iniciaba suponía la oportunidad de desarrollarse a la sombra de una planta diferente: la de la auténtica pluralidad democrática y moderna. Desde luego, que la explotación de la legitimidad generada en julio del 2000 tendría que hacerse rápido y a fondo, pues con el paso del tiempo la novedad inevitablemente tendería a convertirse en rutina y el filo de la transición para abrir nuevas oportunidades se mellaría.
La segunda novedad importante en el campo de la relación México-Estados Unidos corrió por cuenta de éste último país, pero no fue de carácter político ni positivo. La transferencia de la estafeta presidencial del partido demócrata al partido republicano que, a diferencia de lo ocurrido en México, resultó un evento lleno de irregularidades en el conteo final de los votos pero sin mayor significado para la relación mexicano-americana gracias a que el grupo de Fox, y a diferencia de lo que le había ocurrido a Carlos Salinas en 1992 cuando apostó por el perdedor, había tenido buen cuidado en no mostrar preferencia por ninguno de los dos contendientes: George W. Bush y Albert A. Gore Jr. En realidad, el evento significativo al norte del Bravo, ocurrió en un campo no previsto –el económico-- y tuvo un signo muy negativo. En efecto, tras un decenio de crecimiento sostenido, al final del año 2000, la gran locomotora económica norteamericana se empezó a detener y al año siguiente se paró. Su depresión la contagió al resto del mundo, incluyendo, desde luego, a su dependiente inmediato: el México del TLCAN.
El Marco Histórico.- El régimen mexicano del siglo XX tuvo una relación inicial muy tempestuosa con Estados Unidos producto de los cambios revolucionarios. Sin embargo, en 1927 y tras una peligrosa crisis motivada por serias diferencias en torno a la legislación petrolera y a la relación que se debía mantener con las partes en la guerra civil de Nicaragua, el inteligente e innovador embajador norteamericano, el banquero Dwight Morrow, y el cada vez más flexible presidente mexicano Plutarco Elías Calles, llegaron a un acuerdo de fondo y largo plazo. A partir de entonces, el régimen mexicano no volvió a ser objeto de presión extrema por parte de Estados Unidos –la expropiación petrolera de 1938, la relación con Cuba en los años sesenta o las diferencias sobre Centroamérica en los años ochenta del siglo pasado, son otros tantos ejemplos de diferencias entre ambos países que pudieron haber desembocado en crisis pero que finalmente se resolvieron mucho antes— y sí, en cambio, recibió el apoyo de Washington en todos los momentos en que la tensión política interna alcanzó niveles de peligro, como por ejemplo, tras el asesinato de Obregón como presidente electo en 1928, ó cuando surgieron las oposiciones almazanista, padillista, henriquista, estudiantil ó la neocardenista, ó cuando le estallaron crisis económicas serias, como la de 1976, la de 1982 y sus secuelas ó los “errores de diciembre del 94”, por volver a citar ejemplos destacados. A cambio de ese apoyo, y de dar al régimen autoritario del PRI el sello de demócrata, Estados Unidos pidió a México, dos cosas: mantener la estabilidad interna –demanda que el régimen cumplió en lo básico— y apoyar a Washington o al menos no interferir en el desarrollo de sus intereses sustantivos como potencia mundial, cosa que México cumplió tanto durante la Segunda Guerra Mundial como, de manera más discreta, a partir del inicio en 1947 de la Guerra Fría (guerra de Corea, crisis de los misiles, votación en Naciones Unidas) aunque en el caso de Centroamérica, en los ochenta, sí hubo diferencias que tardaron en solucionarse.
Estados Unidos y el Paso del Viejo Régimen al Nuevo.- Para los años ochenta del siglo pasado, era evidente para observadores norteamericanos que el régimen mexicano estaba perdiendo su atractivo, pues cada vez era menor su posibilidad de garantizar la estabilidad del país por un creciente déficit de legitimidad y la corrupción endémica hacía del Estado de Derecho –indispensable para la buena marcha de la globalidad— un imposible. De todas formas, Washington siguió manteniendo su apoyo al régimen priísta porque simplemente no veía la alternativa, y confió en que los cambios económicos introducidos por Carlos Salinas –la destrucción del viejo proteccionismo y nacionalismo y la privatización— trajeran aparejado el cambio político. Y el problema no era sólo la aparición de alternativas serias al PRI –el PRD y el PAN— que hacían cada vez más costoso el fraude electoral, sino que iba en aumento la corrupción propia de un sistema donde el presidente no tenía contrapesos, lo que debilitaba la efectividad del Estado y hacía muy difícil, por no decir imposible, éxitos en áreas que interesaban a Estados Unidos: el combate al narcotráfico, la seguridad de sus conacionales en México y el establecimiento de un marco legal sólido que diera seguridad jurídica real a los inversionistas extranjeros.
Entre los factores externos que llevaron a gobierno, medios de comunicación y a grupos de poder económico de Estados Unidos, a ver sin alarma que los procesos políticos mexicanos de los últimos años desembocaran en el fin de un régimen que había sido tan funcional al interés nacional norteamericano en Latinoamérica, esta la conciencia de que el final de la Guerra Fría disminuía hasta casi desaparecerlo, el riesgo de que la transición mexicana pudiera ser aprovechada por los enemigos de Estados Unidos. Por otro lado, el auge de la democracia y la defensa de los derechos humano, hacían difícil para Washington justificar la cada vez más estrecha relación económica con un México que insistía en preservar el viejo marco autoritario. Aunque de menor importancia, también actuó en el sentido apuntado, el que la oposición de izquierda se hubiera agotado mucho en su desigual lucha contra el PRI y que el recambio en México se diera por la derecha (aunque no dejó de ser mal visto, al menos al principio, que en el equipo foxista estuvieran un antiguo miembro del Partido Comunista: Jorge G. Castañeda).
Se Pone a Trabajar el Capital Democrático.- Desde el inicio, desde antes de tener formalmente las riendas del poder, Vicente Fox se dio de lleno a la tarea de presentarse en la arena internacional como el líder de la verdadera modernización mexicana. Una modernización que, a diferencia del doble juego o lenguaje del salinismo, sí llevaba en su centró un elemento ético: la legitimidad de la primera verdadera elección democrática de México, y otro muy práctico: .
El presidente electo no viajó de inmediato a Estados Unidos sino que, simbólicamente, empezó a cobrar el bono democrático en América Latina. Pero cuando llegó a Estados Unidos, en agosto del 2000, no se contentó simplemente con recibir los parabienes –que los tuvo, y en gran cantidad-- sino que de inmediato se lanzó a la ofensiva en los medios masivos de difusión: propuso llevar el TLCAN un paso más adelante y justo en el sentido que llevaba la Unión Europea, y que también marcaba la filosofía del libre mercado y la globalización lo demandaba: dar forma a un verdadero banco para el desarrollo del TLCAN y añadir la mano de obra –en este caso, principalmente mexicana— a la lista de libre flujo en la región, y que ya incluía a las mercancías y a los capitales. Desde la perspectiva mexicana, había que reconocer que de facto el trabajo también se movía a través de las fronteras en busca de la mejor remuneración –como el capital--, pero lo hacía en la ilegalidad y con enorme costo humano para los trabajadores indocumentados mexicanos: había que legalizarlos, era lo moral y económicamente correcto. Finalmente, el presidente electo se mostró en contra del llamado “proceso de certificación” en virtud del cual cada año se ponía en el banquillo de los acusado a México y otro puñado de países para determinar si habían o no cooperado adecuadamente con Estados Unidos en la lucha contra el narcotráfico. En general, la respuesta no fue positiva, ni en Estados Unidos ni en Canadá, y eso le costó críticas en la prensa mexicana que no quiso darse cuenta que no se trataba del juego completo, sino de apenas un primer tiempo en un proceso largo –Fox incluso sugirió que las propuestas estaban pensadas en un tiempo largo, incluso más allá de su propio sexenio —pero de inmediato lo significativo era que el nuevo gobierno empezaba a tomar la iniciativa [1].
Ya en la Presidencia.- El 16 febrero del 2001, Fox recibió en su rancho de San Cristobal la visita relámpago del presidente norteamericano George Bush. Se trataba de un gesto simbólico y no de buscar acuerdos concretos, pues lo central era que se trataba de la primera visita del recién inaugurado presidente norteamericano a un país extranjero –había tomado posesión de su cargo apenas 28 días antes-- , sin embargo, la decisión tomada el día anterior por el propio Bush de ordenar unos bombardeos, “de rutina” se les llamó, a instalaciones militares de Irak, afectó justamente la esencia del encuentro: lo simbólico, pues le quitó los reflectores mundiales a la visita del texano a su colega mexicano en Guanajuato. El mes siguiente, el presidente mexicano hizo una rápida visita a California que, junto con Texas, es la zona geográfica y política de la Unión Americana donde se concentran las relaciones México-Estados Unidos. En mayo, Fox llegó a la casa Blanca, aunque no en visita de Estado, esa se reservaba para una fecha futura. De nuevo, el tema de los trabajadores mexicanos en Estados Unidos fue el centro de las conversaciones entre los mandatarios y sus colaboradores. Fox dijo no estar interesado en "amnistías” para los mexicanos indocumentados sino en la legalización de lo que ya era un hecho: su trabajo en Estados Unidos. Se exploraría la posibilidad de un programa de “trabajadores huéspedes”.
El julio, el presidente mexicano volvió de nuevo a Estados Unidos, a una visita a nivel de cinco gobernadores, líderes sindicales, grandes empresarios y a universidades. Nada realmente nuevo: reiteración de los puntos anteriores mas la imagen de un país en donde la inversión externa es bienvenida.
El Momento Cumbre.- El 4 de septiembre de este año, Vicente Fox iniciaba una nueva visita a la Casa Blanca, pero esta vez era una de carácter superior, era una visita de Estado, y estaba cargada de elementos simbólicos lo mismo que de sustantivos. La parte simbólica, que se desarrolló muy bien, corrió a cargo del presidente Bush que con la llegada del presidente mexicano inauguraba su papel de anfitrión de otro jefe de Estado. En la parte importante, el jugador principal fue Fox, que en su discurso volvió a colocar el tema migratorio en el centro y lanzó un inesperado reto: concluir en este mismo un año un acuerdo para legalizar la presencia de los supuestos tres y medio millones de trabajadores mexicanos que se encuentran incorporados a la economía norteamericana. Al final de la jornada hubo varios acuerdos sobre los temas usuales: narcotráfico, una comisión de planeación fronteriza y algo que México insistía en lograr: un compromiso para modificar y luego eliminar el humillante proceso de “certificación” de Estados Unidos hacia México.
No hay duda que para Fox y su canciller, el momento culminante de la visita fue la declaración pública pór parte del presidente Bush en el sentido de que la relación externa más importante para Estados Unidos en este inicio del siglo XXI era con México. A un año del cambio de régimen México estaba logrando imponer sus temas en la agenda bilateral de la relación externa fundamental.
Y Llegó el 11 de Septiembre.- Si en febrero un descuido de la parte norteamericana desvió la atención mundial de la reunión en San Cristóbal entre los mandatarios de México y Estados Unidos, el 11 de septiembre un proyecto cargado de resentimiento y largamente elaborado a miles de millas de los dos países, cambió de manera dramática en unas horas la naturaleza misma de la agenda mundial norteamericana y, al hacerlo, también cambió la agenda del sistema internacional mismo. A partir de ese momento, la lucha contra el terrorismo supeditó todas las otras preocupaciones de Washington y su relación con México pasó de ser “la más importante” a una enteramente secundaria, excepto por lo que a la frontera sur y la protección contra posibles ataques terroristas se refiere. El tema central del foxismo en la relación bilateral, la migración, se vino abajo. Y desde luego, el lugar privilegiado que el gobierno mexicano creyó ya tener asegurado en la atención de Washington, se volatilizó.
Y México no sólo perdió lo logrado, sino que la lenta y contradictoria reacción de la administración foxista en un elemento simbólico pero clave –mostrar apoyo y solidaridad inmediata a Estados Unidos tras los ataques terroristas a Nueva York y Washington--, llevó a reacciones negativas de parte de medios y sectores norteamericanos. En realidad, la división en el seno mismo de la clase política mexicana respecto de los Estados Unidos y de la historia de las relaciones mexicano-americanas fue la clave en la tardanza de la reacción mexicana.La tarea, ahora, es volver a rehacer la política mexicana frente a un Estados Unidos obsesionado por temas muy ajenos a México y cuando la reserva que daba el “bono democrático” mexicano ya se agotó.
[1] Los Angeles Times (18 y 21 de agosto), The New York Times (25 de agosto), La Jornada (24,25 y 26 de agosto).

La ciencia en los establos.

Lorenzo Meyer
Una Promesa por Cumplir.- Durante la 13 Asamblea Nacional Extraordinaria que el PAN celebró en Querétaro, el presidente Vicente Fox anunció que, como consecuencia de la lucha de su gobierno contra la corrupción pública –un tema central de su campaña como candidato de oposición pero con pocos resultados hasta ahora—, pronto caerían “peces gordos” (Reforma, 10 de diciembre). Según el presidente, el esfuerzo de su administración en su primer año de vida se centró en los preparativos --en levantar el “andamiaje”--, pero como éstos ya han concluido, es tiempo de poner manos a la obra y hacer efectiva la promesa. En poco tiempo podremos constatar si este anuncio es un caso más de “estridencia y furia que nada significa” o efectivamente desemboca en los resultados largamente esperados por prometidos pero, sobre todo, por ser socialmente necesarios. En materia de corrupción y violación de derechos humanos, sacar a flote el pasado es una forma de evitar que las inercias prevalezcan y vuelvan a ganarnos el futuro.
Los especialistas aseguran que en todo lugar y época ha existido la corrupción de funcionarios públicos, y que es utópico suponer que alguna sociedad pueda eliminarla por completo. Lo que sí es posible es arrinconar a esa corrupción hasta convertirla en un fenómeno marginal, incapaz de distorsionar en lo esencial los procesos políticos y administrativos. Y es con ese objetivo en mente que en México se debe de proceder a modificar las estructuras legales –en buena medida hechas para proteger a los corruptos— y enjuiciar a los elementos más torcidos del pasado como un paso necesario para asegurarnos un futuro mejor.
Definición y Problemática.- Como todo fenómeno social, el de la corrupción pública dispone de varias definiciones, aunque para nuestro propósito no se requiere echar mano de explicaciones complicadas y basta con entenderla como “el hecho de que la ganancia privada es asegurada a expensas públicas” o como la transformación de la función pública en fuente de enriquecimiento privado ilícito (Francisco J. Laporta en Laportra y Silvina Alvarez (eds.), La corrupción política, Alianza Editorial, 1997, pp.20-21). Muchas son las modalidades que puede asumir el uso ilegal de lo público para beneficio privado: soborno, extorsión, manipulación del mercado, malversación, especulación con fondos públicos, uso de información privilegiada, etcétera.
Durante un tiempo, cierta teoría administrativa vio la corrupción de los funcionarios públicos en sociedades atrasadas, como una desviación de las normas que no dejaba de tener efectos positivos o funcionales, pues permitía a los elementos más dinámicos y empresariales, aceitar los duros e ineficientes engranajes de una burocracia poco profesional y eliminar así cuellos de botella administrativos. Al México del PRI, alguien lo definió como una tiranía sexenal atemperada por la corrupción, de tal manera que ésta última era vista como antídoto a los peores aspectos del autoritarismo. Hoy pocos defienden tal punto de vista, pues el examen de la realidad muestra que los efectos negativos de la corrupción son mayores que los supuestos beneficios.
La contradicción sistemática entre los valores que el marco constitucional exige respetar y defender y las prácticas ilegales en beneficio personal de políticos y funcionarios, como ha sido el caso de México, termina por minar la cultura cívica y por erosionar la legitimidad de los líderes políticos, del gobierno, del régimen y, en algunos casos, de la comunidad nacional misma. ¿Como mantener esa comunidad imaginada que es la nación, si dentro de ella y por encima de los lazos de solidaridad dominan el soborno, la extorsión y la malversación? Desde otro punto de vista –uno más técnico y menos moral— la corrupción significa desvío de recursos, una asignación no eficiente de fondos, impide la creación de un factor central de la economía: la confianza, y aumenta los incentivos y las externalidades negativas y aleja a la gran inversión que necesita de un entorno con reglas claras y predecibles.
El combate a la corrupción se debe de iniciar con el ejemplo: con una conducta impecable de los dirigentes políticos, y con retribuciones adecuadas para los funcionarios y servidores del Estado, desde el presidente hasta los policías. Sin embargo, todo combate a la perversión del cargo público también requiere del castigo, en particular del castigo ejemplar de los más altos responsables políticos.
Museo de la Corrpción.- La Academia Mexicana de la Ciencia (AMC) –institución fundada en 1959-- celebró de nuevo su comida de fin de año. La sede de la institución se encuentra en San Andrés Totoltepec –pueblo viejo que ya estaba en la lista de tributarios de Hernán Cortés--, en la salida de la Ciudad de México a Cuernavaca. Desde lejos, el edificio de tabique rojo, construido sobre una pequeña colina rodeadas de cipreses, corresponde bien a lo que el arquitecto debió tener en mente: una elegante villa de la Italia del Renacimiento. El interior, sin embargo, depara una sorpresa: el dueño original nunca pensó destinar el palacete a los propósitos propios de ese tipo de construcción sino ¡a una simple cuadra para sus caballos! Hoy, esos establos sirven muy bien como soleadas oficinas y cubículos para la AMC y sólo un ejercicio de imaginación permite vislumbrar que hace veinte años el mismo lugar donde hoy se discuten y administran asuntos y proyectos relacionados con las diez secciones en que la AMC divide a las disciplinas científicas que se cultivan en México, estuvo ocupado por una decena de caballos, caballerangos, aperos y forraje. Como sea, los más de dos centenares de académicos invitados este fin de año, pudimos dejar los autos al pie de las caballerizas renacentistas, dentro de la pista del que fuera un galgódromo. En el lado opuesto, las mesas cupieron con holgura en lo que originalmente debió ser un ruedo o un lienzo charro; a lo lejos y en el centro de tan opulento complejo –rodeado por una impresionante muralla de piedra— se podía ver el suntuoso edificio central, que en su origen fue la residencia de un personaje al que el presidencialismo sin límites nombró general de división cuando se desempeñaba como jefe de policía de la Ciudad de México (1976-1982): Arturo Durazo Moreno. Alguien comentó que en el garaje de esa casa --que también contó con una “disco”— hubo un par de docenas de autos antiguos. En realidad, y sin necesidad de afectar las muy agradables instalaciones de la AMC, y sirviéndole de contrapunto, una parte de tan espectacular complejo arquitectónico puede albergar, cuando haya la voluntad y recursos para hacerlo, el Museo de la Corrupción en México.
Monumento Didáctico.- ¿Para que un museo sobre uno de nuestros grandes problemas nacionales?. Bueno, por varias razones: exponer a la vergüenza pública las prácticas ilegales e ilegítimas del pasado, es una manera de inhibirlas. Por otro lado, sí Jorge Santayana (1863-1962) tenía razón, resulta que aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo. Y la antigua mansión del señor Durazo –una entre varias— es el sitio ideal para que nadie pueda olvidar la fenomenal corrupción que se vivió en México durante la madurez y decadencia del viejo régimen priísta. Se trataría, por tanto, de una institución dedicada a educar a las nuevas generaciones en una cultura cívica que, idealmente, deberá ser la negación de la que campeó en México a todo lo largo del siglo XX y cuyas raíces son, además, centenarias. Si en Churubusco existe el Museo de las Intervenciones, San Andrés Totoltepec es el sitio perfecto para investigar, documentar y mostrar otro aspecto clave del pasado que no debe repetirse.
Al preguntársele sobre la guerra sucia de los años setenta, el ex presidente José López Portillo (1976-1982) respondió que no sabía nada al respecto porque él se había desempeñado como presidente, no como policía. Fue una mala respuesta, ya que justamente una de las responsabilidades de todo Jefe del Poder Ejecutivo –responsabilidad innegable e intransferible— es la de avalar y vigilar la conducta de sus colaboradores inmediatos, en particular de aquellos, que como su amigo Durazo, habían sido nombrados directamente por el presidente. Fue el estilo patrimonial, autoritario e irresponsable de ejercer el poder del ahora viejo régimen, lo que le permitió al señor Durazo acceder a un puesto para el que no era apto y usarlo para acumular una enorme fortuna personal. Esa fortuna, entre otras cosas, tuvo expresiones arquitectónicas que, sin proponérselo, simbolizan a la perfección un tipo de poder que presupone un profundo desprecio hacia la sociedad que se gobierna.
La Clase Política y la Ciencia.- No es en el discurso sino en la acción donde se pueden ver las auténticas prioridades de un individuo, un grupo, una nación o una clase política. La retórica ampulosa de José López Portillo –abogado, funcionario, teórico del Estado y autor de “Don Q” y “Ellos vienen”— contrastó con hechos como llegar a la presidencia tras “ganar” una elección sin contendientes, el derroche de la efímera bonanza petrolera, el aumento catastrófico de la deuda externa, la guerra sucia contra los pequeños grupos insurgentes, el nepotismo, la frivolidad, la nacionalización de la banca para ocultar la responsabilidad gubernamental de una crisis económica. Las lagrimas presidenciales derramadas en 1982 para pedir perdón a los pobres de México fueron negadas con anticipación por, entre otras cosas, la vulgar ostentación de la fortuna acumulada por su amigo y jefe de policía.
La Ciencia y las Caballerizas. Nadie discute hoy que la educación y el desarrollo del conocimiento científico y tecnológico junto con la creación y mantenimiento de la infraestructura que tal empresa requiere, es una de las inversiones más productivas y posible ruta para superar el atraso de países como México. Sin embargo, históricamente y en la práctica la clase política mexicana le dio prioridad a muchas otras cosas –entre ellas su reproducción y enriquecimiento— y trató a la educación –su calidad— y al desarrollo de la ciencia –base y resultado de la buena educación superior— como algo secundario.
En el sexenio de Luis Echeverría --el de “arriba y adelante”--, el gasto gubernamental federal en ciencia y tecnología representó en promedio el 0. 32% del Producto Interno Bruto (PIB) y la cifra apenas aumentó siete centésimas --0.39%-- en el sexenio de López Portillo (y Durazo). Para el último decenio del siglo XX, el promedio del gasto público en ciencia y tecnología bajo a 0.37%. Y aquí conviene subrayar que en nuestro país es el sector público, no el privado, el que hace la mayor inversión y esfuerzo en este campo. Así pues, poco más de un tercio del uno por ciento del PIB difícilmente puede servir de prueba del compromiso y voluntad de la clase gobernante de hacer de la ciencia una de las vías para superar el atraso histórico de México. En proporción a su PIB, en 1997 el gasto en investigación y desarrollo experimental en Estados Unidos fue ocho veces mayor mayor que en México y en Suecia 11.3 veces; incluso Brasil nos superó por el doble. Lo dicho, es en los hechos --en este caso el presupuesto o la forma de vida de las élites políticas-- y no los discursos, donde se encuentran los verdaderos indicador de las prioridades y naturaleza de los sistemas políticos.
El nuevo régimen, el democrático que se inició en el 2000, acabó con el antiguo gracias a promesas como la de exigir cuentas a la casta de funcionarios a la que pertenecía y simboliza quien construyó las caballerizas que hoy albergan a la AMC o sacar a la educación pública de esa barranca en la que las evaluaciones externas –como la de la OCDE— nos dice que se encuentra. Sin embargo, hasta hoy nada significativo se ha hecho para pedirle cuentas a los responsables del pasado y la información que ofrecen la AMC por voz de su titular René Drucker o los voceros de la UNAM y el IPN (Milenio Diario, 12 de diciembre) es que los recursos para apoyar la educación de los estudiantes mexicanos de posgrado y la investigación científica en general —pilar insustituible de la educación superior— van a disminuir. Así pues, y en la práctica, la nueva clase política pareciera dispuesta a mantener a la ciencia mexicana, sino en los establos, sí bastante lejos del centro de sus prioridades.

Fox está perdido si no retoma la ofensiva.

Lorenzo Meyer
Lo que Está en Juego.- El primer año de Vicente Fox al frente del gobierno mexicano no resultó un desastre aunque se acercó a su definición: evento repentino que provoca un gran daño, pérdida y sufrimiento. Prolongar por cinco años más estos últimos doce meses de pasmo es una perspectiva inaceptable. Sí el presidente no cambia de manera sustantiva el estilo y contenido de su política, su gobierno pasará a la historia como un eslabón más en la cadena mexicana de oportunidades perdidas.
Un buen número de ciudadanos no votaron por Vicente Fox el 2 de julio del 2000 (57.5%), pero una vez que la mayoría relativa (42.5%) le dio el triunfo, el ex gobernador de Guanajuato ganó el honor de ser el primer presidente de un régimen nuevo y que, en principio, debía ser la negación del anterior, el del monopolio político de 71 años. A juzgar por el contenido de su discurso cuando era candidato opositor –un discurso simple, lleno de promesas y desbordante de optimismo— y por sus acciones ya en el poder, Vicente Fox no tenía una idea realista de las enormes dificultades que le esperaban, y quizá por ello la tarea le está resultando cuesta arriba. Sin embargo, no tiene derecho a no estar a la altura de una responsabilidad que él buscó con singular empeño. Si el presidente fallase significaría malograr no sólo su proyecto personal y de grupo, que es lo de menos, sino la etapa inicial y crucial de la implantación de la democracia en México.
El Problema.- Los aniversarios llevan la mirada al pasado y a su evaluación. El primer año del gobierno del presidente Fox es también el primero de un régimen político surgido de un ejercicio democrático sin precedentes en México –elecciones competidas y en condiciones de relativa equidad— y por eso es un momento obligado para reflexionar a fondo sobre logros, fracasos y posibilidades.
Un año es poco tiempo para juzgar a un gobierno de seis, pero resulta que Lázaro Cárdenas en su primer año de gobierno (1935) ya había eliminado el mayor obstáculo para el cambio –al general Calles— y se había lanzado de lleno a la mayor reforma social de nuestro siglo XX; a los dos meses de su primer año (1989) Carlos Salinas ya había mostrado la psicopatología del que busca el poder absoluto al deshacerse con saña de quien no lo apoyó –el líder petrolero Hernández Galicia— plantándole armas y poniendo frente a su casa el cadáver de un agente del Ministerio Público traído desde otro estado.
Sin negar lo provisional de evaluar un sexenio apenas en sus inicios, se puede concluir que hasta hoy el mejor momento del foxismo no se encuentra en su labor constructiva sino en la anterior, en la de demoledor. En efecto, Fox resultó un excelente destructor de lo que aún quedaba de legitimidad del autoritarismo priísta. Pudo movilizar el “voto útil” –el que hoy ya se perdió— y superar así las defensas del priísmo duro y abrir las puertas a la democracia política. Nada de lo que ha hecho después Fox ha podido asemejarse, ni de lejos, a su efectividad como destructor del autoritarismo. Y ese es hoy el gran problema, pues el foxismo no está sabiendo consolidar una democracia tan difícilmente ganada por los mexicanos.
El desencanto ciudadano cuando la oposición a la que apoyó se vuelve gobierno es algo casi inevitable, y se ha dado en todos los casos en que las grandes expectativas levantadas durante el período de lucha por la democracia –en mucho, fantasías— no pudieron cumplirse a cabalidad. Y ese fue el caso lo mismo en España que en Polonia, en Rusia que en Chile; una vez que los desprestigiados líderes antidemocráticos fueron remplazados por los democráticos, la dureza de la realidad económica y social invariablemente limitó los alcances del cambio y generó desilusión. En México, de seguir creciendo ese desencanto, puede dejar al gobierno sin la base social suficiente para construir las bases culturales e institucionales que demanda la nueva tarea histórica: la consolidación de la democracia.
Una Teoría Realista.- Un punto de partida para comprender la naturaleza del arranque del gobierno de Vicente Fox, y que permite justipreciar las enormes dificultades a las que se enfrenta y seguirá enfrentándose el grupo en el poder, lo proporciona El príncipe, la obra más famosa del político y pensador florentino, Nicolás Maquiavelo (1469-1527) publicada en 1532. En el capítulo 6, sección 17 de esa pequeño pero sustantivo trabajo, Maquiavelo señala: “Nada es más difícil de administrar, ninguna empresa es más arriesgada y de éxito más dudoso que la de procurar introducir un nuevo orden [político]. Quien lo intente, tendrá como enemigos a todas las personas que se beneficiaban del antiguo orden y en aquellos que se piensan beneficiar del nuevo cambio sólo encontrará defensores tibios”. Es justamente por la enorme dificultad a la que se enfrenta aquel que decide introducir un nuevo orden político --donde los oponentes son claros pero los aliados no--, que el teórico y político italiano advierte que esa decisión obliga a quien lo intente a supeditar todo, incluso sus principios morales, a las exigencias de la empresa. Según Maquiavelo, en esas circunstancias --que son las extremas de la política--, la única ciencia que realmente es indispensable al “príncipe nuevo” y a la que debe dedicar toda su atención, inteligencia y energía, no es la de la negociación, la jurídica o la económica sino la de la guerra (capítulo 14, sección 42). Y el florentino se refería a la guerra en sentido estricto: la lucha armada contra el enemigo externo --algo muy propio de la circunstancias de la Italia dividida del siglo XVI, constantemente a merced de los estados fuertes— pero sobre todo a su equivalente interno: a la lucha sin cuartel contra los rivales, según lo permitan la época y las circunstancias. Desde esta perspectiva de realismo descarnado, la relación entre los actores políticos en una sociedad trastocada por la introducción de un orden o régimen inédito –como es hoy el caso de la democracia en México--, puede llegar a ser el equivalente a una guerra. Y sí el innovador falla en su empresa, generalmente quien pierde no es sólo el “príncipe nuevo” sino la sociedad en conjunto.
Es obvio que ni por su personalidad ni por las circunstancias internas y externas en las que tiene que actuar –el respeto a la letra y al espíritu de la legalidad y a los principios de la comunidad internacional--, el presidente Fox puede seguir las brutales recomendaciones que el florentino dio en su tiempo al “príncipe nuevo” –Lorenzo de Medici-- para ejercer el poder con efectividad: engañar, sobornar, violar la ley, traicionar o asesinar en nombre de la “razón de Estado”. Sin embargo, los magros resultados del primer año del sexenio y las consecuencias tan negativas que puede tener para México la prolongación de un empantanamiento que impide avanzar en la construcción de la nueva institucionalidad, deben llevar al presidente a considerar la conveniencia de introducir cambios de fondo en el estilo y el contenido de su gobierno. No tiene sentido intentar complacer a todos para minimizar el conflicto, pues la esencia de ese tipo de cambio es el conflicto; además, los adversarios –incluyendo a los que tiene dentro de su propio partido--- hace tiempo que leyeron a Maquiavelo y lo aplican a diario.
Una Cadena de Fracasos.- A estas alturas, el Fox a la ofensiva tanto contra la antidemocracia priísta como contra los colaboracionistas que el PRI tiene en el PAN, ha cedido su lugar a un Fox indeciso, titubeante, que pareciera haber perdido el norte y encontrarse a la defensiva frente a unos remanentes del antiguo régimen ¡que en vez de estar rindiéndonos cuentas se las están exigiendo al presidente!
En su defensa, el presidente puede enumerar lo que él considera son logros importantes de su primer año de gobierno (véase, por ejemplo, la entrevista que dio en su rancho San Cristóbal, en León, el 18 de noviembre): reconstrucción de la banca de desarrollo, creación de la Subsecretaría de la Mediana y Pequeña Industria, inicio del Programa Puebla-Panamá y de otro de construcción de 450 mil vivienda, arreglo del problema de los productores de azúcar, de piña y de café, baja inflación y peso fuerte, el inicio de la construcción de 26 plantas generadoras de electricidad, un programa de comunicación municipal por la internet, el Sistema Nacional de Becas, un programa para dotar con un millón de computadoras a las escuelas públicas y otro para medir su calidad, la creación de la Agencia Federal de Investigación, la reorganización de la Policía Federal Preventiva, la preservación y mejoría del sistema de salud pública, etcétera. Sin restar mérito a la lista anterior, y teniendo en cuenta que se hizo en medio de una crisis económica que vino de fuera, es claro que Vicente Fox no fue elegido simplemente para construir viviendas, crear nuevas subsecretarías, resolver el problema de la piña o repartir computadoras, sino para algo más importante: para hacer la gran política de la democracia.
El acuerdo de paz con los indígenas rebeldes de Chiapas era importante como símbolo hacia adentro y hacia afuera de la disposición del nuevo régimen a reconocer y enmendar una injusticia histórica y que el priísmo no hizo. Sin embargo, todo se vino a pique porque el PAN --que no es “el partido del presidente”--, y el PRI, volvieron a “concertar” en el Congreso y torpedearon un proceso político que el presidente y su secretario de Gobernación no supieron o quisieron cuidar en un congreso dominado por oligarquías partidistas reaccionarias.
La reforma fiscal ha sido una cadena interminable de humillaciones para un foxismo que no tiene el apoyo de su partido y que ha sido incapaz de saberla negociar con el PRI, el PRD y la opinión pública. Se trata de un proyecto sin duda regresivo pero que debe pensarse y defenderse como medida casi de emergencia, para inyectar recursos a un erario particularmente anémico –en todos los países modernos el fisco recibe una proporción que, en promedio, es doble o triple que en México— mientras se diseña y negocia otro definitivo, justo, que realmente haga pagar más a quien más tiene. Hoy Fox está en el callejón sin salida a donde él mismo se metió: no quiere luchar por algo sustantivo para no hacer enojar al PRI, cuyos votos en el congreso son necesarios para dar vida a la reforma fiscal, pero el PRI no se los da para mantenerle maniatado y desgastándose. Y los resultados de las elecciones locales del 2001 le dan la razón al PRI: María de las Heras proyectó esos resultados al 2003 y la consecuencia es que el PRI recibiría el 43% de los votos, el PRD el 21% y el PAN el 36% (Milenio, 23 de noviembre).
Y mientras espera, pasmado, desconcertado a que sus adversarios le acepten algún tipo de reforma fiscal, el foxismo no se anima siquiera a plantear la reforma del Estado y menos a exigir cuentas a los corruptos y a los responsables de las violaciones de los derechos humanos del pasado. Si el presidente no se decide a romper el nudo gordiano conque lo han atado sus adversarios, la recuperación del PRI seguirá siendo una función de la impotencia del foxismo.
A Situaciones Difíciles, Respuestas Drásticas.- Maquiavelo aconsejaba a su príncipe que, en situaciones difíciles, era preferible ser osado a ser prudente, pues al final, la “fortuna” tiende a premiar a los que se atreven (aunque la fortuna le falló a Fox en el único campo que ha sido atrevido: el de la política hacia Estados Unidos: cuando iba avanzando, el ataque terrorista a Nueva York y Washington cambió negativamente todo el tablero internacional).
Quizá, y subrayo quizá, la experiencia de este primer año lleve al presidente a replantear toda su visión política. Vicente Fox puede usar lo que le queda de legitimidad, y que las encuestas dicen que es bastante, para retomar la ofensiva y sacudirse el acoso de los intereses creados del viejo autoritarismo. Debería intentar movilizar a la sociedad en apoyo del cambio, negociar con los sectores sanos del congreso, y posiblemente cambiar a esa parte de su equipo que simplemente no funciona y que en vez de auxiliar al presidente lo usa como escudo para esconder su incapacidad o algo peor. Vicente Fox fue electo no para administrar el legado del pasado sino para encabezar el cambio institucional, única forma de arraigar la democracia y evitar el retorno del dinosaurio.

De charolas y vikingos: la disputa por el futuro.

El Estado como Violencia Ilegítima.- En el segundo decenio del siglo XX, el sociólogo alemán, Max Weber, definió al Estado por su medio específico: la coacción física institucionalizada. Desde esta perspectiva, el Estado se define como la organización o instituto político cuyo cuadro administrativo reclama con éxito el monopolio de la violencia legítima (Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 43-44). Sin embargo, en la realidad y con desafortunada frecuencia, el Estado también es fuente de otra violencia: la no legítima. Sobre esta última ya no tiene monopolio pues el campo lo comparte con la delincuencia aunque un Estado delincuente tiene una gran ventaja sobre el criminal común: que por ser juez y parte logra que la enorme mayoría de sus fechorías queden impunes. Justamente la institucionalización de la violencia ilegítima del Estado mexicano y de su impunidad en siglo XX, es el tema del último libro de Sergio Aguayo La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México (Grijalbo, 2001).
Desde luego que el crimen de Estado no es exclusivo de México sino un fenómeno muy generalizado. En realidad, en nuestro país el espionaje ilegal, la tortura y el asesinato de los enemigos del régimen no alcanzan, ni de lejos, los increíbles niveles de los totalitarismos o siquiera el de las muchas dictaduras que puntearon el siglo pasado latinoamericano, pero lo anterior no significa que la violencia no legítima hecha desde y en nombre del régimen, sea un asunto menor. Hoy, cuando acaba de tener lugar un impresionante esfuerzo por hacer del mexicano un régimen democrático, acaba de tener lugar el asesinato, largamente anunciado, de una abogada defensora de los derechos humanos: Digna Ochoa. Lo anterior deja en claro que en buena medida el futuro está siendo determinado por el resultado del choque entre las enormes y desafortunadas herencias de autoritarismo, ilegalidad y corrupción del pasado y los esfuerzos del presente por usar la democracia lograda el 2 de julio del 2000 para dar forma a un marco de legalidad efectiva que permita encausar la energía social por caminos institucionales y constructivos.
Para el individuo o la sociedad, el pasado representa una herencia que nunca desaparece por completo, pero la capacidad de esa herencia para determinar o influir en el futuro depende del presente, es decir, de lo que se haga en el aquí y ahora. Y justamente el libro que acaba de publicar Sergio Aguayo sobre los llamados servicios de inteligencia en México en el siglo XX –la policía política del régimen priísta--, es una muy oportuna advertencia: si no actuamos sin tardanza contra las inercias en este delicado campo, no le ganaremos el futuro a la ilegalidad.
A estas alturas aún no ha sido posible determinar si el asesinato de Digna Ochoa fue o no obra de elementos de alguna de las varias fuerzas de seguridad del Estado –todas ellas instituciones defectuosas que el pasado le entregó, como regalo envenenado, al nuevo régimen—, pero el simple hecho que desde un principio se haya planteado esa posibilidad, hace indispensable y urgente examinar a fondo el tema de la reestructuración de todos los aparatos de seguridad del Estado mexicano como parte del esfuerzo por construir eso que siempre hemos demandado pero que nunca hemos conseguido: el Estado de Derecho.
La charola –el peculiar título de la obra se refiere a la forma como popularmente se conocían las credenciales metálicas que portaron los agentes de la siniestra Dirección Federal de Seguridad y otras dependencias y que eran su licencia de impunidad--, nos presenta el mejor recuento del que hoy puede disponer un ciudadano interesado en conocer el desarrollo y naturaleza de uno de los órganos de violencia oficial y que le da contenido a la definición weberiana del Estado. Evidentemente el Estado no es solo violencia, pero desde su origen hasta el día de hoy, el uso de la fuerza le es consustancial pues lo que busca el poder político en última instancia es la imposición de la voluntad de unos sobre otros. Lo desafortunado en el caso mexicano, y ese es justamente el alegato de Aguayo --documentado con los propios archivos de los servicios de seguridad civiles que no se habían vuelto a abrir a un investigador desde que hace tres cuartos de siglo los consultara Ernest Gruening-- es que esa violencia supuestamente legítima ha resultado, en buena medida, ilegítima y hasta innecesaria. Y si bien el autor admite y subraya que en la última etapa del viejo régimen, la que va de 1985 al 2000, hubo un serio intento de reforma desde dentro y quizá el aparato civil de inteligencia ya ha superado algunas de sus fallas técnicas aún conserva las morales pues, entre otros asuntos, hasta el final se mantuvo como maquinaria al servicio de un partido –el PRI— sin importar que su obligación es única y exclusivamente con el gobierno.
En cualquier caso, el nuevo régimen, el que arranca de las elecciones del 2 de julio del 2000, está obligado política, legal y sobre todo moralmente, a revisar a fondo las estructuras heredadas y demostrar que, a diferencia de lo que ocurrió en el pasado, ahora ya se va respetar la legalidad y que el poder legislativo va a vigilar a los vigilantes para impedir que vuelvan a saltarse las trancas.
El trabajo elaborado por Sergio Aguayo se puede dividir para su análisis en tres partes, aunque en el texto mismo se entreveran con agilidad e imaginación. Se trata, en primer lugar, de la historia general de los servicios de inteligencia, luego de un estudio de caso: la lucha entre la DFS y un grupo de jóvenes de Guadalajara, los “Vikingos”, que evolucionaron de la rebeldía sin causa en el barrio de San Andrés, a la de la guerrilla en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Finalmente, está la parte normativa: el diagnóstico del actual Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y las recomendaciones sobre como se deben de controlar esos servicios de cara al futuro supuestamente democrático en el que México se embarcó desde el 2 de julio del año 2000.
La Historia.- La sociedad colonia siempre vivió vigilada; la Iglesia Católica y la burocracia virreinal tenían mil ojos para ver que se mantuviera el orden y la ortodoxia en una sociedad muy complicada. Tras la independencia, el nuevo Estado no tardó en desarrollar instrumentos de espionaje y control político; al inicio fueron bastante crudos pero ya en el Porfiriato se refinaron y funcionaron relativamente bien: la policía, el ejército, el cuerpo de rurales, los gobernadores y sobre todo, esa institución que desapareció en 1917: los jefes políticos; todos mantenían un flujo constante de información que permitía al presidente tomar las decisiones para mantener neutralizados y bajo control a sus partidarios y a sus enemigos. Apenas iniciado el nuevo régimen, Venustiano Carranza en 1918 le dio vida a un aparato de información y control de sus enemigos. Es esta última fecha el punto de arranque de la historia elaborada por Aguayo. Conviene aquí recordar que el autor, además de su carrera académica que le llevó a obtener el doctorado en la universidad de John Hopkins, ha desarrollado otra dentro de las instituciones de defensa de los derechos humanos. Es con esa doble mirada que observa y juzga la naturaleza de las agencias de información y represión del poder autoritario, responsables de algunas de las peores violaciones de los derechos de los gobernados.
El aparato de información e inteligencia del régimen del siglo XX estuvo ubicado, según el caso, en las estructuras de la presidencia o en las de la Secretaría de Gobernación. El objetivo de los “agentes de investigación” del Departamento Confidencial en los inicios del régimen, era obtener información política proveniente tanto de las filas de los opositores como de las propias, que con frecuencia solían albergar a los adversarios más peligrosos para el presidente y su grupo. Desde el inicio, y supongo que hasta la actualidad, la preocupación de la cabeza del régimen ha sido contar con información sobre las diversas fracciones dentro del propio aparato del gobierno y de su partido. Si en la práctica el enemigo principal del presidente ha estado dentro es al de fuera al que se ha reprimido sin contemplación.
En el inicio, la acción contra los opositores del gobierno –cristeros, agraristas, obreros radicales, comunistas, generales rebeldes, etc.-- estuvo básicamente a cargo del ejército. Sin embargo, con el paso del tiempo y aunque el ejército ha seguido siendo el brazo represor de última instancia –ahí están los casos de los ferrocarrileros en el 59, de los navistas potosinos de 1961, de los estudiantes del 68, de los guerrilleros de Guerrero en los setenta o de los rebeldes neozapatistas en Chiapas—, la represión más selectiva, individual o de pequeños grupos, quedó en buena medida a cargo de la policía política: la Dirección Federal de Seguridad.
Si las revoluciones bolchevique, china o cubana, por mencionar ejemplos conspicuos, crearon aparatos de seguridad muy profesionales y parte central de una política de terror, la revolución mexicana, quizá por ser sólo autoritaria y no totalitaria, creó un aparato de baja calidad profesional pero no ajeno al terror. Tan ínfima fue esa calidad y tanta su corrupción, que al final la tristemente célebre DFS no tuvo empacho en dejarse penetrar por el narcotráfico. Fueron los escándalos creados por la relación DFS-narcotraficantes –los asesinatos del periodista Manuel Buendía y del agente antidrogas norteamericano Enrique Camarena— los que llevaron al presidente Miguel de la Madrid a ordenar su disolución. Los sucesores –la Dirección de Investigaciones y Seguridad Nacional primero y el Cisen después— ya no tuvieron “licencia para matar”, perdieron “la charola” y hoy deben sólo investigar y espiar. Sin embargo, como heredero institucional de un pasado de ilegalidades, el Cisen aún tiene que rendir cuentas de ese pasado y demostrar que está sometido al marco jurídico democrático.
Los Vikingos.- Entre los muchos casos concretos con los que se puede ilustrar el modus operandi de los aparatos de seguridad del régimen del PRI, Aguayo eligió uno muy cercano a su biografía: el de los jóvenes pandilleros (y “algo más”) del barrio de San Andrés, en Guadalajara. Organizados autónomamente en los años sesenta del siglo pasado fueron rechazados por la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), cosa rara, pues las organizaciones del PRI siempre buscaban asimilar y no excluir. Sin embargo, su energía rebelde fue usada por los herederos de una de las familias caciquiles de Jalisco, la de José Guadalupe Zuno, en su pugna con otra similar: la de Margarito Ramírez. Así, los Vikingos fueron utilizados por los Zuno como ariete contra la FEG de los Ramírez, pero el gobierno federal intervino y obligó a los Zuno a abandonar su proyecto; los Vikingos, agentes de una causa que no era realmente propia, quedaron a merced de la venganza de la FEG y del gobierno. Fue entonces, en los setenta, que la izquierda les dio otra razón de ser y los transformó en guerrilleros. El final fue desastroso: muertos, desaparecidos, torturados, encarcelados, desilusionados y exiliados. Instrumento central de la acción del gobierno contra los Vikingos fue, obviamente, la DFS.
Lo Normativo.- Tras examinar la acción de los aparatos de seguridad del Estado mexicano en el siglo XX, Sergio Aguayo cierra con unas consideraciones encaminadas a evitar que se repitan los abusos y errores nacidos de un enorme desprecio de los gobernantes por los gobernados y el Estado de Derecho. La conclusión es fácil de resumir pero no de implementar: el Cisen debe de transformarse en un ente realmente profesional, leal al marco constitucional y no a partidos o personas. Por su parte, el gobierno debe controlar con decisión a todo su aparato represivo –policías y ejército-- pues burocracias como esas, si se les deja, crean intereses ajenos y contrarios al propio Estado y, desde luego a la sociedad.
El asesinato reciente de la señora Ochoa es un guante arrojado al rostro del nuevo régimen por los residuos del antiguo. El foxismo está obligado a resolver sin titubeos el caso y abrir los expedientes de los asesinatos políticos anteriores, de lo contrario no neutralizará la terrible herencia que le dejó el PRI y que La charola ha puesto sobre la mesa de la discusión académica, política y ética.