Buena política y mal resultado.

Lorenzo Meyer
Frente a Estados Unidos.- En una ponencia presentada hace días en El Colegio de México, un colega, el profesor Humberto Garza Elizondo, sintetizó así la política exterior del presidente Fox y de su canciller: la mejor de las posibles, pero neutralizada por un entorno imposible. Desde esa perspectiva, después de Afganistán, México es el país que se ha visto más afectado en su interés nacional como resultado de los actos terroristas del 11 de septiembre en Estados Unidos.
Frente a Estados Unidos y desde antes de tomar formalmente la responsabilidad de gobierno, el foxismo se propuso no ser un mero administrador de las políticas heredadas sino tomar la iniciativa en la reformulación de la agenda bilateral y centrar la energía disponible en un aspecto clave: el de la migración de trabajadores mexicanos a Estados Unidos. No se trató, desde luego, de ninguna revolución o cambio de fondo, pero si de una modificación en un área en que las anteriores administraciones --las últimas del antiguo régimen-- no se atrevieron a tocar a pesar de que así lo exigía la propia definición del interés nacional. A diferencia de casi todo el resto de las áreas bajo su responsabilidad, el sello de los primeros diez meses de política exterior del foxismo, fue su activismo. Se trató de un activismo que de ninguna manera buscó chocar con Estados Unidos, sino que se propuso explotar posibilidades no intentadas en el pasado por falta de voluntad, imaginación o instrumentos. Desafortunadamente, eventos completamente ajenos a la voluntad y capacidad de control del gobierno mexicano, descarrilaron un proyecto de política activa y de largo plazo cuando apenas iniciaba su marcha. Actualmente, no es posible determinar hasta que punto y conque resultados se podrá volver a la idea original, pues ya pasó la oportunidad en que se podía usar la energía generada por el inicio de un nuevo régimen para conquistar rápidamente posiciones en el frente externo.
Un Punto de Partida con Dos Novedades.- Además de la geografía, la otra gran determinante de la relación básica de México con Estados Unidos –la dependencia económica--, ya no se comporta como una variable sino como una constante. A raíz de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) en 1994, la concentración del comercio exterior mexicano en Estados Unidos alcanza magnitudes superiores a las que se tuvieron durante la Segunda Guerra Mundial: 74 % de las importaciones y 90% de las exportaciones. En este campo de la dura realidad material, el nuevo gobierno ni quiso ni hubiera podido introducir cambios, y sólo ha reiterado la voluntad general de diversificar el comercio exterior de México y las fuentes de su financiamiento externo, pero sin señalar de manera precisa ni el como ni en qué medida.
Pese al poco margen de maniobra que tiene frente al gran vecino, Vicente Fox, incluso desde antes de asumir formalmente las riendas del gobierno, decidió emplear a fondo el único elemento realmente nuevo a su disposición y de orden estrictamente político, producto de la elección del 2 de julio del 2000: la nueva legitimidad democrática de su gobierno y del régimen. En efecto, la elección del final del siglo XX mexicano –su forma y resultado— significó el inicio de un inédito capítulo en el desarrollo político de país y el foxismo decidió explotar a fondo en el exterior, particularmente en Estados Unidos, los dividendos del “bono democrático”. Si el siglo que concluía se había desarrollado a la sombra de la Revolución Mexicana, el que se iniciaba suponía la oportunidad de desarrollarse a la sombra de una planta diferente: la de la auténtica pluralidad democrática y moderna. Desde luego, que la explotación de la legitimidad generada en julio del 2000 tendría que hacerse rápido y a fondo, pues con el paso del tiempo la novedad inevitablemente tendería a convertirse en rutina y el filo de la transición para abrir nuevas oportunidades se mellaría.
La segunda novedad importante en el campo de la relación México-Estados Unidos corrió por cuenta de éste último país, pero no fue de carácter político ni positivo. La transferencia de la estafeta presidencial del partido demócrata al partido republicano que, a diferencia de lo ocurrido en México, resultó un evento lleno de irregularidades en el conteo final de los votos pero sin mayor significado para la relación mexicano-americana gracias a que el grupo de Fox, y a diferencia de lo que le había ocurrido a Carlos Salinas en 1992 cuando apostó por el perdedor, había tenido buen cuidado en no mostrar preferencia por ninguno de los dos contendientes: George W. Bush y Albert A. Gore Jr. En realidad, el evento significativo al norte del Bravo, ocurrió en un campo no previsto –el económico-- y tuvo un signo muy negativo. En efecto, tras un decenio de crecimiento sostenido, al final del año 2000, la gran locomotora económica norteamericana se empezó a detener y al año siguiente se paró. Su depresión la contagió al resto del mundo, incluyendo, desde luego, a su dependiente inmediato: el México del TLCAN.
El Marco Histórico.- El régimen mexicano del siglo XX tuvo una relación inicial muy tempestuosa con Estados Unidos producto de los cambios revolucionarios. Sin embargo, en 1927 y tras una peligrosa crisis motivada por serias diferencias en torno a la legislación petrolera y a la relación que se debía mantener con las partes en la guerra civil de Nicaragua, el inteligente e innovador embajador norteamericano, el banquero Dwight Morrow, y el cada vez más flexible presidente mexicano Plutarco Elías Calles, llegaron a un acuerdo de fondo y largo plazo. A partir de entonces, el régimen mexicano no volvió a ser objeto de presión extrema por parte de Estados Unidos –la expropiación petrolera de 1938, la relación con Cuba en los años sesenta o las diferencias sobre Centroamérica en los años ochenta del siglo pasado, son otros tantos ejemplos de diferencias entre ambos países que pudieron haber desembocado en crisis pero que finalmente se resolvieron mucho antes— y sí, en cambio, recibió el apoyo de Washington en todos los momentos en que la tensión política interna alcanzó niveles de peligro, como por ejemplo, tras el asesinato de Obregón como presidente electo en 1928, ó cuando surgieron las oposiciones almazanista, padillista, henriquista, estudiantil ó la neocardenista, ó cuando le estallaron crisis económicas serias, como la de 1976, la de 1982 y sus secuelas ó los “errores de diciembre del 94”, por volver a citar ejemplos destacados. A cambio de ese apoyo, y de dar al régimen autoritario del PRI el sello de demócrata, Estados Unidos pidió a México, dos cosas: mantener la estabilidad interna –demanda que el régimen cumplió en lo básico— y apoyar a Washington o al menos no interferir en el desarrollo de sus intereses sustantivos como potencia mundial, cosa que México cumplió tanto durante la Segunda Guerra Mundial como, de manera más discreta, a partir del inicio en 1947 de la Guerra Fría (guerra de Corea, crisis de los misiles, votación en Naciones Unidas) aunque en el caso de Centroamérica, en los ochenta, sí hubo diferencias que tardaron en solucionarse.
Estados Unidos y el Paso del Viejo Régimen al Nuevo.- Para los años ochenta del siglo pasado, era evidente para observadores norteamericanos que el régimen mexicano estaba perdiendo su atractivo, pues cada vez era menor su posibilidad de garantizar la estabilidad del país por un creciente déficit de legitimidad y la corrupción endémica hacía del Estado de Derecho –indispensable para la buena marcha de la globalidad— un imposible. De todas formas, Washington siguió manteniendo su apoyo al régimen priísta porque simplemente no veía la alternativa, y confió en que los cambios económicos introducidos por Carlos Salinas –la destrucción del viejo proteccionismo y nacionalismo y la privatización— trajeran aparejado el cambio político. Y el problema no era sólo la aparición de alternativas serias al PRI –el PRD y el PAN— que hacían cada vez más costoso el fraude electoral, sino que iba en aumento la corrupción propia de un sistema donde el presidente no tenía contrapesos, lo que debilitaba la efectividad del Estado y hacía muy difícil, por no decir imposible, éxitos en áreas que interesaban a Estados Unidos: el combate al narcotráfico, la seguridad de sus conacionales en México y el establecimiento de un marco legal sólido que diera seguridad jurídica real a los inversionistas extranjeros.
Entre los factores externos que llevaron a gobierno, medios de comunicación y a grupos de poder económico de Estados Unidos, a ver sin alarma que los procesos políticos mexicanos de los últimos años desembocaran en el fin de un régimen que había sido tan funcional al interés nacional norteamericano en Latinoamérica, esta la conciencia de que el final de la Guerra Fría disminuía hasta casi desaparecerlo, el riesgo de que la transición mexicana pudiera ser aprovechada por los enemigos de Estados Unidos. Por otro lado, el auge de la democracia y la defensa de los derechos humano, hacían difícil para Washington justificar la cada vez más estrecha relación económica con un México que insistía en preservar el viejo marco autoritario. Aunque de menor importancia, también actuó en el sentido apuntado, el que la oposición de izquierda se hubiera agotado mucho en su desigual lucha contra el PRI y que el recambio en México se diera por la derecha (aunque no dejó de ser mal visto, al menos al principio, que en el equipo foxista estuvieran un antiguo miembro del Partido Comunista: Jorge G. Castañeda).
Se Pone a Trabajar el Capital Democrático.- Desde el inicio, desde antes de tener formalmente las riendas del poder, Vicente Fox se dio de lleno a la tarea de presentarse en la arena internacional como el líder de la verdadera modernización mexicana. Una modernización que, a diferencia del doble juego o lenguaje del salinismo, sí llevaba en su centró un elemento ético: la legitimidad de la primera verdadera elección democrática de México, y otro muy práctico: .
El presidente electo no viajó de inmediato a Estados Unidos sino que, simbólicamente, empezó a cobrar el bono democrático en América Latina. Pero cuando llegó a Estados Unidos, en agosto del 2000, no se contentó simplemente con recibir los parabienes –que los tuvo, y en gran cantidad-- sino que de inmediato se lanzó a la ofensiva en los medios masivos de difusión: propuso llevar el TLCAN un paso más adelante y justo en el sentido que llevaba la Unión Europea, y que también marcaba la filosofía del libre mercado y la globalización lo demandaba: dar forma a un verdadero banco para el desarrollo del TLCAN y añadir la mano de obra –en este caso, principalmente mexicana— a la lista de libre flujo en la región, y que ya incluía a las mercancías y a los capitales. Desde la perspectiva mexicana, había que reconocer que de facto el trabajo también se movía a través de las fronteras en busca de la mejor remuneración –como el capital--, pero lo hacía en la ilegalidad y con enorme costo humano para los trabajadores indocumentados mexicanos: había que legalizarlos, era lo moral y económicamente correcto. Finalmente, el presidente electo se mostró en contra del llamado “proceso de certificación” en virtud del cual cada año se ponía en el banquillo de los acusado a México y otro puñado de países para determinar si habían o no cooperado adecuadamente con Estados Unidos en la lucha contra el narcotráfico. En general, la respuesta no fue positiva, ni en Estados Unidos ni en Canadá, y eso le costó críticas en la prensa mexicana que no quiso darse cuenta que no se trataba del juego completo, sino de apenas un primer tiempo en un proceso largo –Fox incluso sugirió que las propuestas estaban pensadas en un tiempo largo, incluso más allá de su propio sexenio —pero de inmediato lo significativo era que el nuevo gobierno empezaba a tomar la iniciativa [1].
Ya en la Presidencia.- El 16 febrero del 2001, Fox recibió en su rancho de San Cristobal la visita relámpago del presidente norteamericano George Bush. Se trataba de un gesto simbólico y no de buscar acuerdos concretos, pues lo central era que se trataba de la primera visita del recién inaugurado presidente norteamericano a un país extranjero –había tomado posesión de su cargo apenas 28 días antes-- , sin embargo, la decisión tomada el día anterior por el propio Bush de ordenar unos bombardeos, “de rutina” se les llamó, a instalaciones militares de Irak, afectó justamente la esencia del encuentro: lo simbólico, pues le quitó los reflectores mundiales a la visita del texano a su colega mexicano en Guanajuato. El mes siguiente, el presidente mexicano hizo una rápida visita a California que, junto con Texas, es la zona geográfica y política de la Unión Americana donde se concentran las relaciones México-Estados Unidos. En mayo, Fox llegó a la casa Blanca, aunque no en visita de Estado, esa se reservaba para una fecha futura. De nuevo, el tema de los trabajadores mexicanos en Estados Unidos fue el centro de las conversaciones entre los mandatarios y sus colaboradores. Fox dijo no estar interesado en "amnistías” para los mexicanos indocumentados sino en la legalización de lo que ya era un hecho: su trabajo en Estados Unidos. Se exploraría la posibilidad de un programa de “trabajadores huéspedes”.
El julio, el presidente mexicano volvió de nuevo a Estados Unidos, a una visita a nivel de cinco gobernadores, líderes sindicales, grandes empresarios y a universidades. Nada realmente nuevo: reiteración de los puntos anteriores mas la imagen de un país en donde la inversión externa es bienvenida.
El Momento Cumbre.- El 4 de septiembre de este año, Vicente Fox iniciaba una nueva visita a la Casa Blanca, pero esta vez era una de carácter superior, era una visita de Estado, y estaba cargada de elementos simbólicos lo mismo que de sustantivos. La parte simbólica, que se desarrolló muy bien, corrió a cargo del presidente Bush que con la llegada del presidente mexicano inauguraba su papel de anfitrión de otro jefe de Estado. En la parte importante, el jugador principal fue Fox, que en su discurso volvió a colocar el tema migratorio en el centro y lanzó un inesperado reto: concluir en este mismo un año un acuerdo para legalizar la presencia de los supuestos tres y medio millones de trabajadores mexicanos que se encuentran incorporados a la economía norteamericana. Al final de la jornada hubo varios acuerdos sobre los temas usuales: narcotráfico, una comisión de planeación fronteriza y algo que México insistía en lograr: un compromiso para modificar y luego eliminar el humillante proceso de “certificación” de Estados Unidos hacia México.
No hay duda que para Fox y su canciller, el momento culminante de la visita fue la declaración pública pór parte del presidente Bush en el sentido de que la relación externa más importante para Estados Unidos en este inicio del siglo XXI era con México. A un año del cambio de régimen México estaba logrando imponer sus temas en la agenda bilateral de la relación externa fundamental.
Y Llegó el 11 de Septiembre.- Si en febrero un descuido de la parte norteamericana desvió la atención mundial de la reunión en San Cristóbal entre los mandatarios de México y Estados Unidos, el 11 de septiembre un proyecto cargado de resentimiento y largamente elaborado a miles de millas de los dos países, cambió de manera dramática en unas horas la naturaleza misma de la agenda mundial norteamericana y, al hacerlo, también cambió la agenda del sistema internacional mismo. A partir de ese momento, la lucha contra el terrorismo supeditó todas las otras preocupaciones de Washington y su relación con México pasó de ser “la más importante” a una enteramente secundaria, excepto por lo que a la frontera sur y la protección contra posibles ataques terroristas se refiere. El tema central del foxismo en la relación bilateral, la migración, se vino abajo. Y desde luego, el lugar privilegiado que el gobierno mexicano creyó ya tener asegurado en la atención de Washington, se volatilizó.
Y México no sólo perdió lo logrado, sino que la lenta y contradictoria reacción de la administración foxista en un elemento simbólico pero clave –mostrar apoyo y solidaridad inmediata a Estados Unidos tras los ataques terroristas a Nueva York y Washington--, llevó a reacciones negativas de parte de medios y sectores norteamericanos. En realidad, la división en el seno mismo de la clase política mexicana respecto de los Estados Unidos y de la historia de las relaciones mexicano-americanas fue la clave en la tardanza de la reacción mexicana.La tarea, ahora, es volver a rehacer la política mexicana frente a un Estados Unidos obsesionado por temas muy ajenos a México y cuando la reserva que daba el “bono democrático” mexicano ya se agotó.
[1] Los Angeles Times (18 y 21 de agosto), The New York Times (25 de agosto), La Jornada (24,25 y 26 de agosto).

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